La izquierda y la derecha han luchado, luchan y lucharán por la titularidad de los medios de producción, éste es el motor de la historia, impulso que, por obvio, se suele ocultar. En el actual orden mundial, las propiedades intelectual e industrial se han convertido en un instrumento de acumulación de capital más eficaz que ninguna industria o comercio.
La explotación del derecho de autor, lejos de responder a su teórico objetivo, el sustento de los creadores, se ha utilizado como elemento de dominación, como arma al servicio de la casta cultural más acomodaticia con el sistema establecido. En el caso de Estados Unidos, representa un valor estratégico. La riqueza de una nación puede llegar a basarse en la imposición de tasas por utilización de propiedades inmateriales de todo tipo, incluido el uso de semillas o variedades animales patentadas. Desde una óptica transformadora que aspira a una sociedad más justa e igualitaria, sólo cabe apoyar y promover el libre conocimiento.
Defendemos la democratización de la cultura porque la creación la hacen las colectividades a través de determinados individuos y no al revés, como se suele pensar. Consideramos que el sistema de royalties que sólo beneficia a unos pocos es injusto, tanto para las patentes científicas como para la expresión de la creatividad humana. Por eso creemos que no se trata de que los autores cambien de amos. La cultura libre debe estar inserta en un movimiento colectivo que vaya más allá de las rentas de un tipo u otro de empresario. Son muchos los creadores que se definen como trabajadores de la cultura y aspiran a una remuneración que les permita mantenerse y no a seguir ganando más allá del esfuerzo realizado. El problema no radica en cómo seguir cobrando derechos, sino en la manera de hacer que las contribuciones intelectuales, artísticas o científicas pertenezcan realmente a toda la sociedad y no sólo a quienes tienen el privilegio de explotarlas.
Como en tantas ocasiones es preciso dejar a un lado, siquiera un momento, el etnocentrismo del primer mundo y recordar que para una verdadera disminución de la brecha digital hay condiciones previas: la llegada de la electricidad al domicilio, dinero para comprarse un ordenador, un Estado que te haya enseñado a leer y escribir, y haber comido, y tener un techo y un médico para cuando te pones enfermo. La era digital no podrá lograr eso si no es imbricándose en la lucha de los pueblos.
Tanto como la democratización de la cultura, con más razón cabe defender la democratización de toda la economía. No parece razonable aplicar en este debate el término "democracia" tan superficialmente como se está haciendo. Si la mayoría de los internautas está en contra del cierre de páginas Web que facilitan el intercambio de archivos, una gran mayoría de ciudadanos está a favor de repartir entre todos la riqueza de la que se apropian empresas como el Banco de Santander, Repsol o Telefónica, distribución que sigue la misma lógica de quienes pedimos un conocimiento universal, y que nadie osa plantear por una evidente cuestión de correlación de fuerzas.
Para reivindicar Internet como un derecho, no como un eslogan publicitario, es preciso incluirlo dentro de lo público, como la educación o la sanidad, y no dejarlo en manos de proveedores privados que pueden acabar con la neutralidad de la red al margen de la legislación sólo con aumentar el coste de subir contenidos. Sabemos que en nuestras sociedades entregadas a la privatización es una reivindicación difícil, pero necesaria y un gobierno que realmente represente al pueblo que lo ha elegido debería ser capaz de llevarla a cabo.
En el ámbito de la cultura hay propuestas audaces como la de distribuir el cine español subvencionado bajo licencia copyleft, legislando para que la percepción de ayudas públicas determine la publicación de obras con licencias libres para lograr su máxima difusión. O las que pasan por la nacionalización de la SGAE y demás entidades de gestión para que la retribución a los creadores deje de ser una cuestión privada. Iniciativas como la Carta para la innovación, la creatividad y el acceso al conocimiento, aún insuficientes, apuntan la posibilidad de construcción de reglas distintas. Los intereses que se oponen a ello son poderosos. Pero en este momento la evolución de los medios de reproducción abre una oportunidad para que ningún conglomerado mediático pueda decidir qué productos culturales merecen ser distribuidos y cuáles no. Se trata de entender el P2P como una gran biblioteca común y no como, una vez más, servicios en streaming donde sean las discográficas o las editoriales o las nuevas empresas de la Web quienes decidan qué suena, se lee, se imagina.
Nos preguntamos si el gobierno tiene algún interés, aunque sea mínimo, en investigar nuevos modelos. Ni la lógica de la prohibición, ni tampoco la lógica del cambio de amo. La política de las multinacionales del entretenimiento ha ido dirigida a un solo objetivo: expoliar a la Humanidad de su patrimonio cultural. El cambio en el modo de reproducción de las creaciones podría suponer un avance para todos. Quizá no sea fácil. Pero, por una vez, no es mucho más difícil que prohibir y castigar. Se trata de recuperar la red para todos los seres humanos y no para las grandes empresas que cada día se adueñan de ella un poco más.
Suscriben:
Carlos Martínez, jurista, Pascual Serrano, periodista y escritor, Carlos Sánchez Almeida, abogado, Belén Gopegui, novelista, Santiago Alba, escritor, Ignacio Ramonet, periodista y escritor, Alex de la Nuez, músico, Carlos Fernández Liria, filósofo y escritor, Isaac Rosa, escritor, Constantino Bértolo, editor, Carlo Frabetti, escritor y matemático, Rosa Regás, escritora, Irene Amador, antropóloga, Antonio Arco, músico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario