jueves, 18 de marzo de 2010

Eduardo Galeano: "Espejos. Una historia casi universal"



"La impunidad es hija del olvido"

Quiero recomendar vivamente el libro "Espejos (Una historia casi universal) de Eduardo Galeano, Editorial Siglo XXI.

No daré muchas explicaciones, simplemente digo que es un libro que todo el mundo debería leer. Dejo algunos de los muchos fragmentos que componen el libro.
(Ver esta web)


Epicuro
En su jardín de Atenas, Epicuro hablaba contra los miedos.

Contra el miedo a los dioses, a la muerte, al dolor y al fracaso.

Es pura vanidad, decía, creer que los dioses se ocupan de nosotros. Desde su inmortalidad, desde su perfección, ellos no nos otorgan premios ni castigos. Los dioses no son terribles porque nosotros, efímeros, mal hechos, no merecemos nada más que su indiferencia.

Tampoco la muerte es terrible, decía. Mientras nosotros somos, ella no es; y cuando ella es, nosotros dejamos de ser.

¿Miedo al dolor? Es el miedo al dolor el que más duele, pero nada hay más placentero que el placer cuando el dolor se va.

¿Y el miedo al fracaso? ¿Qué fracaso? Nada es suficiente para quien lo suficiente es poco, pero ¿qué gloria podría compararse al goce de charlar con los amigos en una tarde de sol? ¿Qué poder puede tanto como la necesidad que nos empuja a amar, a comer, a beber?

Hagamos dichosa, proponía Epicuro, la inevitable mortalidad de la vida...



Hipatia
-Va con cualquiera- decían, queriendo ensuciar su libertad.

-No parece mujer- decían, queriendo elogiar su inteligencia.

Pero numerosos profesores, magistrados, filósofos y políticos acudían desde lejos a la Escuela de Alejandría, para escuchar su palabra.

Hipatia estudiaba los enigmas que habían desafiado a Euclides y a Arquímedes, y hablaban contra la fe ciega, indigna del amor divino y del amor humano. Ella enseñaba a dudar y a preguntar. Y aconsejaba:

-Defiende tu derecho a pensar. Pensar equivocándote es mejor que no pensar.

¿Qué hacía esa mujer hereje dictando cátedra en una ciudad de muchos cristianos?

La llamaban bruja y hechicera, la amenazaban de muerte.

Y un mediodía de marzo del año 415, el gentío se le echó encima. Y fue arrancada y acuchillada. Y en la plaza pública la hoguera se llevó lo que quedaba de ella.

- Se investigará- dijo el prefecto de Alejandría.




El papá del Ogro
Los más famosos cuentos infantiles, obras terroristas, también merecen figurar en el arsenal de las armas adultas contra la gente menuda.

Hansel y Gretel te advierten que serás abandonado por tus padres, Caperucita Roja te informa que cada desconocido puede ser el lobo que te comerá, la Cenicienta te obliga a desconfiar de las madrastras y las hermanastras. Pero entre todos los personajes, el Ogro es el que más eficazmente ha enseñado la obediencia y ha difundido el miedo en las huestes infantiles.

El Ogro comeniños de los cuentos de Perrault tuvo por modelo a un ilustre caballero, Gilles de Rais, que había peleado junto a Juana de Arco en Orleans y en otras batallas.

Este señor de varios castillos, el mariscal más joven de Francia, fue acusado de torturar, violar y matar a los niños errantes que deambulaban por sus señoríos en busca de pan o de empleo en los coros que cantaban sus hazañas. Sometido a tortura, Gilles confesó centenares de infanticidios, con detallados relatos de sus deleites carnales.

Acabó en la horca.

Cinco siglos y medio después, fue absuelto. Un tribunal, reunido en el Senado de Francia, revisó el proceso, dictaminó que era una patraña y revocó la sentencia.

Él no pudo celebrar la buena noticia.


Marco Polo
Estaba preso, en Génova, cuando dictó su libro de viajes. Sus compañeros
de cárcel le creían todo. Cuando escuchaban las aventuras de Marco Polo,
veintisiete años de viajes por los caminos de Oriente, todos los presos se
escapaban y viajaban con él.

Tres años después, el prisionero veneciano publicó su libro. Publicó es un
decir, porque la imprenta no existía en Europa. Circularon algunas copias,
hechas a mano. Los pocos lectores que Marco Polo encontró no le creyeron ni
una palabra.

Alucinaba el mercader: ¿así que las copas de vino se alzaban en el aire sin
que nadie las tocara, y llegaban a los labios del gran Kan? ¿Así que había
mercados donde un melón de Afganistán era el precio de una mujer? Los más
piadosos dijeron que no estaba bien de la cabeza.
En el mar Caspio, camino del monte Ararat, este delirante había visto
aceites que ardían, y había visto rocas que ardían en las montañas de China.

Sonaba por lo menos ridículo eso de que los chinos tenían dinero de papel,
billetes sellados por el emperador mongol, y barcos donde navegaban más de
mil personas. Sólo carcajadas merecían el unicornio de Sumatra y las arenas
cantoras del desierto de Gobi, y eran simplemente inverosímiles esas telas que se burlaban del fuego en los poblados que Marco Polo había encontrado más allá de Taklinakán.

Siglos después, se supo:
los aceites que ardían eran petróleo;
las piedras que ardían, carbón;
los chinos usaban papel moneda desde hacía quinientos años y sus buques,
diez veces más grandes que los buques europeos, tenían huertas que daban
verduras frescas a los marineros y les evitaban el escorbuto;
el unicornio era el rinoceronte;
el viento hacía sonar las cumbres de los médanos en el desierto;
y eran de amianto las telas resistentes al fuego.
En tiempos de Marco Polo, Europa no conocía el petróleo, ni el carbón, ni el papel moneda, ni los grandes buques, ni el rinoceronte, ni las altas dunas, ni el amianto.



¿Qué no inventaron los chinos?
Allá en la infancia, supe que China era un país que estaba al otro lado del
Uruguay y se podía llegar allí si uno tenía la paciencia de cavar un pozo bien hondo.

Después, algo aprendí de historia universal, pero la historia universal era, y sigue siendo, la historia de Europa. El resto del mundo yacía, yace, en tinieblas.

China también. Poco o nada sabemos del pasado de una nación que inventó casi todo.

La seda nació allí, hace cinco mil años.

Antes que nadie, los chinos descubrieron, nombraron y cultivaron el té.
Fueron los primeros en extraer sal de pozos profundos y fueron los primeros en usar gas y petróleo en sus cocinas y en sus lámparas.
Crearon arados de hierro de porte liviano y máquinas sembradoras, trilladoras y cosechadoras, dos mil años antes de que los ingleses mecanizaran su agricultura.

Inventaron la brújula mil cien años antes de que los barcos europeos empezaran a usarla.

Mil años antes que los alemanes, descubrieron que los molinos de agua podían dar energía a sus hornos de hierro y de acero.

Hace mil novecientos años, inventaron el papel.

Imprimieron libros seis siglos antes que Gutenberg, y dos siglos antes que él usaron tipos móviles de metal en sus imprentas.

Hace mil doscientos años inventaron la pólvora, y un siglo después el cañón.

Hace novecientos años, crearon máquinas de hilar seda con bobinas movidas a pedal, que los italianos copiaron con dos siglos de atraso.

También inventaron el timón, la rueca, la acupuntura, la porcelana, el fútbol, los naipes, la linterna mágica, la pirotecnia, la cometa, el papel moneda, el reloj mecánico, el sismógrafo, la laca, la pintura fosforescente, los carretes de pescar, el puente colgante, la carretilla, el paraguas, el abanico, el estribo, la herradura, la llave, el cepillo de dientes y otras menudencias.




La gran ciudad flotante
A principios del siglo quince, el almirante Zheng, comandante de la flota china, grabó en piedra, en las costas de Ceylán, su homenaje a Alá, Shiva y Buda. Y a los tres pidió, en tres idiomas, la bendición de sus marineros.

Zheng, eunuco fiel al imperio que lo había mutilado, encabezó la flota más grande de cuantas hayan navegado los mares del mundo.

Al centro, las naves gigantes, con sus huertos de frutas y legumbres, y alrededor un bosque de mil mástiles:
Se despliegan las velas como nubes del cielo...

Los barcos iban y venían entre los puertos de China y las costas del África, pasando por Java y la India y Arabia y... Los marineros partían de China llevando porcelanas, sedas, lacas, jades, y volvían cargados de historias y de plantas mágicas y de jirafas, elefantes y pavos reales. Descubrían idiomas, dioses, costumbres. Conocieron las diez utilidades del coco y el inolvidable sabor del mango, descubrieron caballos pintados a rayas blancas y negras y aves de largas patas que corrían como caballos, encontraron incienso y mirra en Arabia, y en Turquía piedras raras, como el ámbar, al que llamaron saliva de dragón. En las islas del sur fueron asombrados por pájaros que hablaban como hombres y por hombres que llevaban un sonajero colgando entre las piernas, para anunciar sus virtudes sexuales.

Los viajes de la gran flota china eran misiones de exploración y de comercio. No eran empresas de conquista. Ningún afán de dominio obligaba a Zheng a despreciar ni a condenar lo que encontraba. Lo que no era admirable resultaba, al menos, digno de curiosidad. Y de viaje en viaje iba creciendo la biblioteca imperial de Pekín, que en cuatro mil libros reunía los saberes del mundo.

Seis libros tenía, por entonces, el rey de Portugal.




Generoso el Papa
Setenta años después de aquellos viajes de la flota china, España inició la conquista de América y sentó a un español en el trono del Vaticano.

Rodrigo Borgia, nacido en Valencia, se convirtió en el Papa de Roma y pasó a llamarse Alejandro VI, gracias a los votos de los cardenales que compró con oro y plata cargados en cuatro mulas.

El Papa español promulgó sus Bulas de donación, que regalaron a los reyes de España y a sus herederos, en nombre de Dios, las islas y tierras que unos años después se llamaron América.

El Papa también confirmó que Portugal era dueña y señora de las islas y tierras del África negra, de las que arrancaba, desde hacía medio siglo, oro, marfil y esclavos.

Las intenciones no eran exactamente las mismas que habían guiado las navegaciones del almirante Zheng. El Papa regalaba América y el África para que las naciones bárbaras sean abatidas y reducidas a la fe católica.

España tenía, por entonces, quince veces menos habitantes que América y el África negra tenía cien veces más habitantes que Portugal.



El Mal copia al Bien
En uno de sus frescos, en una capilla de Padua, el Giotto mostró los tormentos que los diablos infligían a los pecadores en el infierno.

Como en otras obras de otros artistas de la época, los instrumentos del suplicio infernal provocaban espanto y miedo. Y cualquiera podía reconocer, en ese muestrario, las herramientas que la Santa Inquisición utilizaba para imponer la fe católica. Dios inspiraba a su peor enemigo: Satanás imitaba, en el infierno, la tecnología del dolor que los inquisidores aplicaban en la tierra.

El castigo confirmaba que este mundo no era más que un ensayo general del infierno. En el Más Acá y en el Más Allá, la desobediencia merecía el mismo premio.




Argumentos de la fe
Durante seis siglos, en varios países, la Santa Inquisición castigó a los rebeldes, a los herejes, a las brujas, a los homosexuales, a los paganos...
Muchos fueron a parar a la hoguera; y con leña verde ardieron los condenados al fuego lento. Y muchos más fueron sometidos a tortura. Éstos eran algunos de los instrumentos utilizados para arrancar confesiones, corregir convicciones y sembrar pánicos:

el collar de púas,
la jaula colgante,
la mordaza de hierro que evitaba gritos incómodos,
la sierra que lentamente te partía por la mitad,
los torniquetes estrujadedos,
los torniquetes aplastacabezas,
el péndulo rompehuesos,
la silla de pinchos,
la larga aguja que penetraba en los lunares del Diablo,
las garras de hierro que desgarraban la carne,
las pinzas y tenazas calentadas al rojo vivo,
los sarcófagos con clavos adentro,
las camas de hierro que se estiraban hasta descoyuntar las piernas y los
brazos,
los azotes de puntas de ganchos o de cuchillas,
los toneles llenos de mierda,
el brete, el cepo, las poleas, las argollas, los garfios,
la pera que se abría y desgarraba la boca de los herejes, el culo de los
homosexuales y la vagina de las amantes de Satanás,
la pinza que trituraba las tetas de las brujas y de las adúlteras,
el fuego en los pies y otras armas de la virtud.




El Bosco
Un condenado caga monedas de oro.
Otro cuelga de una llave inmensa.
El cuchillo tiene orejas.
El arpa ejecuta al músico.
El fuego hiela.
El cerdo viste toca de monja.
En el huevo, habita la muerte.
Las máquinas manejan a la gente.
Cada cual en lo suyo.
Cada loco con su tema.
Nadie se encuentra con nadie.
Todos corren hacia ninguna parte.
No tienen nada en común, salvo el miedo mutuo.
—Hace cinco siglos, Hieronymus Bosch pintó la globalización —comenta John
Berger.




Alabada sea la ceguera
Allá por el año 300, en Siracusa, Sicilia, santa Lucía se arrancó los ojos, o se los arrancaron, por negarse a aceptar un marido pagano. Perdió la vista para ganar el Cielo, y las estampitas muestran a la santa sosteniendo un plato donde brinda sus ojos a Nuestro Señor Jesucristo.

Mil doscientos cincuenta años después, san Ignacio de Loyola, fundador de la orden de los jesuitas, publicó en Roma sus ejercicios espirituales. Allí escribió este testimonio de su ciega sumisión:
Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad.

Y por si fuera poco:
Debo siempre creer, para en todo acertar, que lo blanco que yo veo es negro, si la Iglesia jerárquica así lo determina.




Digestiones
Potosí, Guanajuato y Zacatecas comían indios. Ouro Preto comía negros.

En suelo español, rebotaba la plata que venía del trabajo forzado de los indios de América. En Sevilla, la plata estaba de paso. Iba a parar a la panza de los banqueros flamencos, alemanes y genoveses, y de los mercaderes florentinos, ingleses y franceses, que tenían hipotecada la corona española y todos sus ingresos.

Sin la plata de Bolivia y de México, puente de plata que atravesó la mar, ¿habría podido Europa ser Europa?

En suelo portugués, rebotaba el oro que venía del trabajo esclavo en Brasil.

En Lisboa, el oro estaba de paso. Iba a parar a la panza de los banqueros y los mercaderes británicos, acreedores del reino, que tenían hipotecada la corona portuguesa y todos sus ingresos.

Sin el oro de Brasil, puente de oro que atravesó la mar, ¿habría sido posible la revolución industrial en Inglaterra?

Y sin la compra y venta de negros, ¿habría sido Liverpool el puerto más importante del mundo y la empresa Lloyd's la reina de los seguros?

Sin los capitales del tráfico negrero, ¿quién hubiera financiado la máquina de vapor de James Watt? ¿En qué hornos se hubieran fabricado los cañones de George Washington?




Fundación de las agencias de noticias
Napoleón fue definitivamente aniquilado por los ingleses en la batalla de Waterloo, al sur de Bruselas.

El mariscal Arthur Wellesley, duque de Wellington, se adjudicó la victoria, pero el vencedor fue el banquero Nathan Rothschild, que no disparó ni un tiro y estaba muy lejos de allí.

Rothschild operó al mando de una minúscula tropa de palomas mensajeras.

Las palomas, veloces y bien amaestradas, le llevaron la noticia a Londres. Él supo antes que nadie que Napoleón había sido derrotado, pero hizo correr la voz de que la victoria francesa había sido fulminante, y despistó al mercado desprendiéndose de todo lo que fuera británico, bonos, acciones, dinero. Y en un santiamén todos lo imitaron, porque él siempre sabía lo que hacía, y a precio de basura vendieron los valores de la nación que creían vencida. Y entonces Rothschild compró. Compró todo, a cambio de nada.

Así Inglaterra triunfó en el campo de batalla y fue derrotada en la Bolsa de Valores.

El banquero Rothschild multiplicó por veinte su fortuna y se convirtió en el hombre más rico del mundo.

Algunos años después, a mediados del siglo diecinueve, nacieron las primeras agencias internacionales de prensa: Havas, que ahora se llama France Presse, Reuter, Associated Press...

Todas usaban palomas mensajeras.




América según Humboldt
Mientras el siglo diecinueve daba sus primeros pasos, Alexander von Humboldt entró en América y descubrió sus adentros. Años después, escribió:
* Sobre las clases sociales: México es el país de la desigualdad. Salta a la vista la desigualdad monstruosa de los derechos y las fortunas. La piel más o menos blanca decide la clase que ocupa el hombre en la sociedad.

* Sobre los esclavos: En ningún lugar uno se avergüenza tanto de ser europeo como en las Antillas, sean francesas, inglesas, danesas o españolas. Discutir sobre qué nación trata mejor a los negros es como elegir entre ser acuchillado o desollado.

* Sobre los indios: Entre todas las religiones, ninguna enmascara tanto la infelicidad humana como la religión cristiana. Quien visite a los desafortunados americanos sujetos al látigo de los frailes, no querrá volver a saber nada más de los europeos y su teocracia.
* Sobre la expansión de los Estados Unidos: Las conquistas de los norteamericanos me disgustan mucho. Les deseo lo peor en el México tropical.

Y lo mejor sería que se quedaran en casa, en lugar de difundir su loca esclavitud.




Fundación de la Universidad
En la época colonial, las familias brasileñas que podían darse ese lujo mandaban a sus hijos a estudiar a la Universidad de Coimbra, en Portugal.

Después, hubo en Brasil algunas escuelas para formar doctores en derecho o en medicina: pocos doctores, porque pocos eran sus posibles clientes en un país donde muchos eran los que no tenían ningún derecho, ni más medicina que la muerte.

Universidad, no había.

Pero en 1922, el rey belga Leopoldo III anunció su visita al país y tan augusta presencia merecía el título de doctor honoris causa, que sólo la institución universitaria podía otorgar.

Para eso nació la Universidad. Fue inventada de apuro, en la casona que ocupaba el Instituto Imperial de Ciegos. Lamentablemente, no hubo más remedio que echar a los ciegos.

Y así Brasil, que debe a los negros lo mejor de su música, su fútbol, su comida y su alegría, pudo doctorar a un rey cuyo único mérito era ser el heredero de una familia especializada en el exterminio de negros en el Congo.




Peligro en el camino
Alrededores de Sevilla, invierno de 1936: se acercan las elecciones españolas.

Anda un señor recorriendo sus tierras, cuando un andrajoso se le cruza en el camino.

Sin bajarse del caballo, el señor lo llama y le pone en la mano una moneda y una lista electoral.

El hombre deja caer las dos, la moneda y la lista, y dándole la espalda dice:
—En mi hambre, mando yo.




El Diablo es rojo
Melilla, verano de 1936: estalla el golpe de estado contra la república española.

El trasfondo ideológico será explicado, tiempo después, por el ministro de Información, Gabriel Arias Salgado:
—El Diablo vive en un pozo de petróleo, en Bakú, y desde allí da instrucciones a los comunistas.

El incienso contra el azufre, el Bien contra el Mal, los cruzados de la Cristiandad contra los nietos de Caín. Hay que acabar con los rojos, antes de que los rojos acaben con España: los presos se dan la gran vida, los maestros desalojan a los curas de las escuelas, las mujeres votan como si fueran varones, el divorcio profana el sagrado matrimonio, la reforma agraria amenaza el señorío de la Iglesia sobre las tierras...

El golpe nace matando, y desde el principio es muy expresivo.

Generalísimo Francisco Franco:
—Salvaré a España del marxismo al precio que sea.
—¿Y si eso significa fusilar a media España?
—Cueste lo que cueste.

General José Millán-Astray:
—¡Viva la muerte!

General Emilio Mola:
—Cualquiera que sea, abierta o secretamente, defensor del Frente Popular, debe ser fusilado.

General Gonzalo Queipo de Llano:
—¡Id preparando sepulturas!

Guerra Civil es el nombre del baño de sangre que el golpe de estado desata.

El lenguaje pone, así, el signo de la igualdad entre la democracia que se defiende y el cuartelazo que la ataca, entre los milicianos y los militares, entre el gobierno elegido por el voto popular y el caudillo elegido por la gracia de Dios.



Guernica
París, primavera de 1937: Pablo Picasso despierta y lee.

Lee el diario mientras desayuna, en su taller.

El café se le enfría en la taza.

La aviación alemana ha arrasado la ciudad de Guernica. Durante tres horas, los aviones nazis han perseguido y ametrallado al gentío que huía de la ciudad en llamas.

El general Franco asegura que Guernica ha sido incendiada por dinamiteros asturianos y pirómanos vascos enrolados en las filas comunistas.

Dos años después, en Madrid, Wolfram von Richthofen, comandante de las tropas alemanas en España, acompaña a Franco en el palco de la victoria: matando españoles, Hitler ha ensayado su próxima guerra mundial.

Muchos años después, en Nueva York, Colin Powell pronuncia un discurso, en las Naciones Unidas, anunciando la inminente aniquilación de Irak.

Mientras él habla, el fondo de la sala no se ve, Guernica no se ve. La reproducción del cuadro de Picasso, que decora la pared, ha sido completamente cubierta por un enorme paño azul.

Las autoridades de las Naciones Unidas han decidido que ése no es el acompañamiento más adecuado para la proclamación de una nueva carnicería.





Las cárceles más baratas del mundo
Franco firmaba las sentencias de muerte, cada mañana, mientras desayunaba.

Los que no fueron fusilados, fueron encerrados. Los fusilados cavaban sus propias fosas y los presos construían sus propias cárceles.

Costo de mano de obra, no hubo. Los presos republicanos, que alzaron la célebre prisión de Carabanchel, en Madrid, y muchas más por toda España, trabajaban, nunca menos de doce horas al día, a cambio de un puñado de monedas, casi todas invisibles. Además, recibían otras retribuciones: la satisfacción de contribuir a su propia regeneración política y la reducción de la pena de vivir, porque la tuberculosis se los llevaba más temprano.

Durante años y años, miles y miles de delincuentes, culpables de oponer resistencia al golpe militar, no sólo construyeron cárceles. Fueron también obligados a reconstruir pueblos derruidos y a hacer embalses, canales de riego, puertos, aeropuertos, estadios, parques, puentes, carreteras; y tendieron nuevas vías de tren y dejaron los pulmones en las minas de carbón, mercurio, amianto y estaño.

Y empujados a bayonetazos erigieron el monumental Valle de los Caídos, en homenaje a sus verdugos.




La impunidad es hija del olvido
El imperio otomano se caía a pedazos y los armenios pagaron el pato.

Mientras ocurría la primera guerra mundial, una carnicería programada por el gobierno acabó con la mitad de los armenios de Turquía: casas saqueadas y quemadas, caravanas de desnudos arrojados al camino sin agua ni nada, mujeres violadas a la luz del día en la plaza del pueblo, cuerpos mutilados flotando en los ríos.

Quien no murió de sed o hambre o frío, murió de cuchillo o bala. O de horca. O de humo: en el desierto de Siria, los armenios expulsados de Turquía fueron encerrados en cuevas y asfixiados con humo, en lo que fue algo así como una profecía de las cámaras de gas de la Alemania nazi.

Veinte años después, Hitler estaba programando, con sus asesores, la invasión de Polonia. Midiendo los pros y los contras de la operación, Hitler advirtió que habría protestas, algún escándalo internacional, algún griterío, pero aseguró que ese ruido no duraría mucho. Y preguntando comprobó:
—¿Quién se acuerda de los armenios?




Quiéreme mucho
Los amigos de Adolf Hitler tienen mala memoria, pero la aventura nazi no hubiera sido posible sin la ayuda que de ellos recibió.

Como sus colegas Mussolini y Franco, Hitler contó con el temprano beneplácito de la Iglesia Católica.

Hugo Boss vistió su ejército.

Bertelsmann publicó las obras que instruyeron a sus oficiales.

Sus aviones volaban gracias al combustible de la Standard Oil y sus soldados viajaban en camiones y jeeps marca Ford.

Henry Ford, autor de esos vehículos y del libro El judío internacional, fue su musa inspiradora. Hitler se lo agradeció condecorándolo.

También condecoró al presidente de la IBM, la empresa que hizo posible la identificación de los judíos.

La Rockefeller Foundation financió investigaciones raciales y racistas de la medicina nazi.

Joe Kennedy, padre del presidente, era embajador de los Estados Unidos en Londres, pero más parecía embajador de Alemania. Y Prescott Bush, padre y abuelo de presidentes, fue colaborador de Fritz Thyssen, quien puso su fortuna al servicio de Hitler.

El Deutsche Bank financió la construcción del campo de concentración de Auschwitz.

El consorcio IGFarben, el gigante de la industria química alemana, que después pasó a llamarse Bayer, Basf o Hoechst, usaba como conejillos de Indias a los prisioneros de los campos, y además los usaba de mano de obra.

Estos obreros esclavos producían de todo, incluyendo el gas que iba a matarlos.

Los prisioneros trabajaban también para otras empresas, como Krupp, Thyssen, Siemens, Varta, Bosch, Daimler Benz, Volkswagen y BMW, que eran la base económica de los delirios nazis.

Los bancos suizos ganaron dinerales comprando a Hitler el oro de sus víctimas: sus alhajas y sus dientes. El oro entraba en Suiza con asombrosa facilidad, mientras la frontera estaba cerrada a cal y canto para los fugitivos de carne y hueso.

Coca-Cola inventó la Fanta para el mercado alemán en plena guerra. En ese período, también Unilever, Westinghouse y General Electric multiplicaron allí sus inversiones y sus ganancias. Cuando la guerra terminó, la empresa ITT recibió una millonaria indemnización porque los bombardeos aliados habían dañado sus fábricas en Alemania.




Fotos: Un hongo grande como el cielo
Cielo de Hiroshima, agosto de 1945.

El avión B-29 se llama Enola Gay, como la mamá del piloto.

Enola Gay trae un niño en la barriga. La criatura, llamada Little Boy, mide tres metros y pesa más de cuatro toneladas.

A las ocho y cuarto de la mañana, cae. Demora un minuto en llegar. La explosión equivale a cuarenta millones de cartuchos de dinamita.

Allí donde Hiroshima era, se alza la nube atómica. Desde la cola del avión, George Carón, fotógrafo militar, dispara su cámara.

Este inmenso, hermoso, hongo blanco, se convierte en el logotipo de cincuenta y cinco empresas de Nueva York y del concurso de Miss Bomba Atómica, en Las Vegas.

En 1970, un cuarto de siglo después, se publican por vez primera algunas fotos de las víctimas de las radiaciones, que eran secreto militar.

En 1995, la Smithsonian Institution anuncia en Washington una gran exposición sobre las explosiones de Hiroshima y Nagasaki.

El gobierno la prohíbe.





No fue un regalo
A lo largo de treinta años de guerra, Vietnam propinó tremendas palizas a dos potencias imperiales: derrotó a Francia y derrotó a los Estados Unidos.

Grandeza y horror de la independencia nacional: Vietnam sufrió más bombas que todas las que cayeron en la segunda guerra mundial; sobre sus junglas y sus campos se derramaron ochenta millones de litros de exterminadores químicos; dos millones de vietnamitas murieron; y fueron incontables los mutilados, las aldeas aniquiladas, los bosques arrasados, las tierras esterilizadas y los envenenamientos heredados por las generaciones siguientes.

Los invasores actuaron con la impunidad que la historia otorga y el poder garantiza.

Tardía revelación: en el año 2006, tras casi cuarenta años de secreto, se supo que existía un informe de nueve mil páginas de minuciosas investigaciones del Pentágono. El informe comprobaba que habían cometido crímenes de guerra contra la población civil todas las divisiones militares de los Estados Unidos en Vietnam.




La sal de esta tierra
En 1947, la India se convirtió en país independiente.

Entonces cambiaron de opinión los grandes diarios hindúes, escritos en inglés, que se habían burlado de Mahatma Gandhi, personajito ridículo, cuando lanzó, en 1930, la marcha de la sal.

El imperio británico había alzado una muralla de troncos de cuatro mil seiscientos kilómetros de largo, entre el Himalaya y la costa de Orissa, para impedir el paso de la sal de esta tierra. La libre competencia prohibía la libertad: la India no era libre de consumir su propia sal, aunque era mejor y más barata que la sal importada desde Liverpool.

A la larga, la muralla envejeció y murió. Pero la prohibición continuó, y contra ella lanzó su marcha un hombre chiquito, huesudo, miope, que andaba medio desnudo y caminaba apoyado en un bastón de bambú.

A la cabeza de unos pocos peregrinos, Mahatma Gandhi inició una caminata hacia la mar. Al cabo de un mes, tras mucho andar, una multitud lo acompañaba. Cuando llegaron a la playa, cada uno recogió un puñado de sal.

Así, cada uno violó la ley. Era la desobediencia civil contra el imperio británico.

Unos cuantos desobedientes cayeron ametrallados y más de cien mil marcharon presos.

Presa estaba, también, su nación.

Diecisiete años después, la desobediencia la liberó.





La educación en tiempos de Franco
Andrés Sopeña Monsalve ha hecho un repaso de sus libros escolares:
* Sobre los españoles, los árabes y los judíos: Proclamemos también en alto que España no ha sido nunca un país atrasado, pues desde los primeros tiempos realizó inventos tan útiles como la herradura, que enseñó a los pueblos más adelantados de la tierra.
Aunque los árabes, al venir a España, eran simples y feroces guerreros del desierto, el contacto con los españoles despertó en ellos ilusiones de arte y saber.
En varias ocasiones, los judíos habían martirizado a niños cristianos con horrendos suplicios. Por todo esto, el pueblo les odiaba.

* Sobre América: Un día se presentó a Doña Isabel la Católica un marinero, que se llamaba Cristóbal Colón, diciéndole que él quería recorrer los mares y buscar las tierras que hubiera en ellos y enseñar a todas las gentes a ser buenos y rezar.
A España le dio mucha pena de aquellas pobres gentes de América.

* Sobre el mundo: El Inglés y el francés son lenguas tan gastadas, que van camino de una disolución completa.
Los chinos no tienen descanso semanal y son fisiológica y espiritualmente inferiores a los demás hombres.

* Sobre los ricos y los pobres: Como todo está cubierto de nieve y hielo, los pajaritos no pueden encontrar nada y ahora son pobres. Por esto les doy de comer, de la misma manera que los ricos sostienen y alimentan a los pobres.
El socialismo organiza a los pobres para que destruyan a los ricos.

* Sobre la misión del generalísimo Franco: Rusia había soñado con clavar la hoz ensangrentada de su emblema en este hermoso pedazo de Europa, y todas las masas comunistas y socialistas de la tierra, unidas con masones y judíos, anhelaban triunfar en España... Y entonces surgió el hombre, el salvador, el Caudillo. Encomendar al pueblo, que no ha estudiado ni aprendido el difícil arte de gobernar, la responsabilidad de dirigir un Estado, es una insensatez o una maldad.

* Sobre la buena salud: Los excitantes como el café, el tabaco, el alcohol, los periódicos, la política, el cine y el lujo minan y gastan sin cesar nuestro organismo.




La justicia en tiempos de Franco
Arriba, en lo alto del estrado, enfundado en su toga negra, el presidente del tribunal. A la derecha, el abogado. A la izquierda, el fiscal.
Escalones abajo, el banquillo de los acusados, todavía vacío. Un nuevo proceso va a comenzar.

Dirigiéndose al ujier, el juez, Alfonso Hernández Pardo, ordena:
—Que pase el condenado.





Pelé
Dos clubes británicos disputaban el último partido del campeonato. No faltaba mucho para el pitazo final, y seguían empatados, cuando un jugador chocó con otro y cayó despatarrado al piso.

Una camilla lo retiró de la cancha y en un santiamén todo el equipo médico puso manos a la obra, pero el desmayado no reaccionaba.

Pasaban los minutos, los siglos, y el entrenador se estaba tragando el reloj con agujas y todo. Ya había hecho los cambios reglamentarios. Sus muchachos, diez contra once, se defendían como podían, pero no era mucho lo que podían.

La derrota se veía venir, cuando de pronto el médico corrió hacia el entrenador y le anunció, eufórico:
—¡Lo logramos! ¡Está despertando!
Y en voz baja, agregó:
—Pero no sabe quién es.

El entrenador se acercó al jugador, que balbuceaba incoherencias mientras intentaba levantarse, y al oído le informó:
—Tú eres Pelé.

Ganaron cinco a cero.
Hace años escuché, en Londres, esta mentira que decía la verdad.



El jardinero
A fines de 1967, en un hospital de África del Sur, Christian Barnard trasplantó por primera vez un corazón humano y se convirtió en el médico más famoso del mundo.

En una de las fotos, apareció un negro entre sus ayudantes. El director del hospital aclaró que se había colado.

Por entonces, Hamilton Naki vivía en una barraca sin luz eléctrica ni agua corriente. No tenía diploma, ni siquiera había terminado la escuela primaria, pero era el brazo derecho del doctor Barnard. En secreto trabajaba a su lado. La ley o la costumbre prohibían que un negro tocara carne o sangre de blancos.

Poco antes de morir, Barnard reconoció:
—Quizás él era técnicamente mejor que yo.

Al fin y al cabo, su hazaña no hubiera sido posible sin este hombre de dedos mágicos, que había ensayado el trasplante de corazón, varias veces, en cerdos y perros.

En las planillas del hospital, Hamilton Naki figuraba como jardinero.

De jardinero se jubiló.




Un beso abrió las puertas del infierno
Fue la señal, como la traición contada en los evangelios:
—A la que yo dé un beso, ésa es.

Y a fines de 1977, en Buenos Aires, el Ángel Rubio besó, una tras otra, a Esther Balestrino, María Ponce y Azucena Villaflor, fundadoras de las Madres de Plaza de Mayo, y a las monjas Alice Domon y Léonie Duquet.

Y se las tragó la tierra. El ministro del Interior de la dictadura militar negó que las madres estuvieran presas y dijo que las monjas se habían ido a México, a ejercer la prostitución.

Después se supo que todas, madres y monjas, habían sido torturadas y arrojadas vivas al mar desde un avión.

Y el Ángel Rubio fue reconocido. A pesar de la barba y de la gorra, fue reconocido, cuando los diarios publicaron la foto del capitán Alfredo Astiz firmando, cabizbajo, la rendición ante los ingleses.

Era el fin de la guerra de las Malvinas, y él no había disparado ni un tiro.

Estaba especializado en otros heroísmos.






El nombre más tocado
En la primavera de 1979, el arzobispo de El Salvador, Óscar Arnulfo Romero, viajó al Vaticano. Pidió, rogó, mendigó una audiencia con el papa Juan Pablo II:
—Espere su turno.
—No se sabe.
—Vuelva mañana.

Por fin, poniéndose en la fila de los fieles que esperaban la bendición, uno más entre todos, Romero sorprendió a Su Santidad y pudo robarle unos minutos.

Intentó entregarle un voluminoso informe, fotos, testimonios, pero el Papa se lo devolvió:
—¡Yo no tengo tiempo para leer tanta cosa!

Y Romero balbuceó que miles de salvadoreños habían sido torturados y asesinados por el poder militar, entre ellos muchos católicos y cinco sacerdotes, y que ayer nomás, en vísperas de esta audiencia, el ejército había acribillado a veinticinco ante las puertas de la catedral.

El jefe de la Iglesia lo paró en seco:
—¡No exagere, señor arzobispo!

Poco más duró el encuentro.

El heredero de san Pedro exigió, mandó, ordenó:
—¡Ustedes deben entenderse con el gobierno! ¡Un buen cristiano no crea problemas a la autoridad! ¡La Iglesia quiere paz y armonía!

Diez meses después, el arzobispo Romero cayó fulminado en una parroquia de San Salvador. La bala lo volteó en plena misa, cuando estaba alzando la hostia.

Desde Roma, el Sumo Pontífice condenó el crimen.

Se olvidó de condenar a los criminales.

Años después, en el parque Cuscatlán, un muro infinitamente largo recuerda a las víctimas civiles de la guerra. Son miles y miles de nombres grabados, en blanco, sobre mármol negro. El nombre del arzobispo Romero es el único que está gastadito.

Gastadito por los dedos de la gente.





Guerras mentidas
Lanzamientos publicitarios, operaciones de marketing. La opinión pública es el target. Las guerras se venden mintiendo, como se venden los autos.

En agosto de 1964, el presidente Lyndon Johnson denunció que los vietnamitas habían atacado dos buques de los Estados Unidos en el golfo de Tonkin.

Entonces, el presidente invadió Vietnam, lanzó aviones y tropas y su popularidad subió a las nubes y fue aclamado por los periodistas y por los políticos, y el gobierno demócrata y la oposición republicana fueron un partido único contra la agresión comunista.

Cuando ya la guerra había destripado a una multitud de vietnamitas, en su mayoría mujeres y niños, Robert McNamara, ministro de Defensa de Johnson, confesó que el ataque del golfo de Tonkin no había existido.

Los muertos no resucitaron.

En marzo del año 2003, el presidente George W. Bush denunció que Irak estaba a punto de aniquilar el mundo con sus armas de destrucción masiva, las armas más letales jamás inventadas.

Entonces, el presidente invadió Irak, lanzó aviones y tropas y su popularidad subió a las nubes y fue aclamado por los periodistas y por los políticos, y el gobierno republicano y la oposición demócrata fueron un partido único contra la agresión terrorista.

Cuando ya la guerra había destripado a una multitud de iraquíes, en su mayoría mujeres y niños, Bush confesó que las armas de destrucción masiva no habían existido. Las armas más letales jamás inventadas habían sido inventadas por él.

En las elecciones siguientes, el pueblo lo recompensó reeligiéndolo.

Allá en la infancia, mi mamá me había dicho que la mentira tiene patas
cortas. Estaba mal informada.




Bophal
La pesadilla despertó a los vecinos en medio de la noche: el aire ardía.

En el año 1984, estalló una fábrica de la Union Carbide Corporation en la ciudad de Bophal, en la India.

No funcionó ninguno de los sistemas de seguridad. O mejor dicho, en términos económicos: la rentabilidad sacrificó la seguridad al imponer drásticas reducciones de costos.

A muchos miles mató este crimen llamado accidente, y a muchos más dejó enfermos para siempre.

En el sur del mundo, la vida humana se cotiza a precio de oferta. Después de mucho tira y afloje, la Union Carbide pagó tres mil dólares por muerto, y mil por cada enfermo incurable. Y sus prestigiosos abogados rechazaron las demandas de los sobrevivientes, porque eran analfabetos incapaces de entender lo que sus pulgares firmaban. La empresa no limpió el agua ni el aire de Bhopal, que siguieron estando intoxicados, ni limpió la tierra, que siguió estando envenenada de mercurio y plomo.

En cambio, la Union Carbide limpió su imagen, pagando millonadas a los más cotizados expertos en maquillaje.

Unos años después, otro gigante químico, Dow Chemical, compró la empresa. La empresa, no su prontuario: Dow Chemical se lavó las manos, negó cualquier responsabilidad en el asunto y puso pleito a las mujeres que protestaban ante sus puertas, por alteración del orden público.




Medios animales de comunicación
Una noche de la primavera de 1986, reventó la central nuclear de Chernóbil.

El gobierno soviético dictó orden de silencio.

Muchas personas, inmensa multitud, murieron o sobrevivieron convertidas en bombas ambulantes, pero la televisión, la radio y los diarios no se enteraron.

Y al cabo de tres días, no violaron el secreto para advertir que ese estallido de radiactividad era una nueva Hiroshima, sino que aseguraron que se trataba de un accidente menor, cosa de nada, todo bajo control, que nadie se alarme.

Los campesinos y los pescadores de tierras y aguas cercanas y lejanas sí supieron que algo muy pero muy grave había ocurrido. Quienes les trasmitieron la mala noticia fueron las abejas, las avispas y las aves que alzaron vuelo y se perdieron de vista en el horizonte, y las lombrices que se hundieron un metro bajo tierra y dejaron a los pescadores sin carnada y a las gallinas sin comida.

Un par de décadas después, estalló el tsunami en el sudeste del Asia y las olas gigantes engulleron a otro gentío.

Cuando la tragedia estaba incubándose, y la tierra recién empezaba a crujir en las profundidades de la mar, los elefantes hicieron sonar sus trompas, en desesperados lamentos que nadie entendió, y rompieron las cadenas que los ataban y se lanzaron, en estampida, selva adentro.

También los flamencos, los leopardos, los tigres, los jabalíes, los ciervos, los búfalos, los monos y las serpientes huyeron antes del desastre.

Sólo sucumbieron los humanos y las tortugas.




El río y los peces
Un viejo proverbio dice que enseñar a pescar es mejor que dar pescado.

El obispo Pedro Casaldáliga, que vive en la región amazónica, dice que sí, que eso está muy bien, muy buena idea, pero ¿qué pasa si alguien compra el río, que era de todos, y nos prohíbe pescar? ¿O si el río se envenena, y envenena a sus peces, por los desperdicios tóxicos que le echan?

O sea: ¿qué pasa si pasa lo que está pasando?




El río y los ciervos
El más antiguo tratado de educación fue obra de una mujer.
Dhouda de Gasconia escribió el «Manual para mi hijo», en latín, a principios del siglo nueve.

Ella no imponía nada. Sugería, aconsejaba, mostraba. En una de sus páginas nos invitó a aprender de los ciervos, que atraviesan los ríos anchos nadando en fila, uno atrás del otro, con la cabeza y el cuello apoyados en el lomo del ciervo que los precede; unos a otros se sostienen y así pueden atravesar el río con mayor facilidad. Y son tan inteligentes y sagaces que cuando se dan cuenta de que el primero está cansado, lo hacen pasar al último puesto y otro toma la delantera.




Los brazos del tren
Los trenes de Bombay, que transportan seis millones de pasajeros por día, violan las leyes de la física: en ellos entran muchos más pasajeros que los pasajeros que en ellos caben.

Suketu Mehta, que sabe de esos viajes imposibles, cuenta que cuando ya ha partido cada tren repletísimo, hay gente que lo persigue corriendo. Quien pierde el tren, pierde el empleo.

Y entonces, de los vagones brotan brazos, brazos que salen por las ventanillas o cuelgan desde los techos, y ayudan a trepar a los rezagados. Y esos brazos del tren no preguntan al que viene corriendo si es extranjero o nacido aquí, ni le preguntan qué lengua habla, ni si cree en Brahma o en Alá, en Buda o en Jesús, ni le preguntan a qué casta pertenece, o si es de casta maldita, o de ninguna casta.






Peligro en la tierra
Una tarde de 1996, diecinueve campesinos fueron acribillados, a sangre fría, por miembros de la Policía Militar del estado de Para, en la Amazonia brasileña.

En Para, y en buena parte de Brasil, los amos de la tierra reinan, por robo robado o por robo heredado, sobre inmensidades vacías. Su derecho de propiedad es derecho de impunidad. Diez años después de la matanza, nadie estaba preso. Ni los amos, ni sus instrumentos armados.

Pero la tragedia no había asustado ni desalentado a los campesinos del Movimiento Sin Tierra. Los había multiplicado, y les había multiplicado las ganas de trabajar, y de trabajar la tierra, aunque en este mundo sea imperdonable delito o incomprensible locura.

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