Alexánder Vasílievich Antónov viste vaqueros y una americana gris algo raída.Sentado en la mesa de la cocina fuma un cigarrillo detrás de otro. Durante mucho tiempo fue periodista, pero actualmente, a sus 64 años, está jubilado. No está acostumbrado a ser el que responde en una entrevista. Habla muy bajo, y a veces precipitadamente. Se acuerda perfectamente de los acontecimientos que tuvieron lugar entonces. No obstante, tiene dificultades para comenzar a hablar de ello. “Desde Chernóbil sé cómo debe de haber sido la guerra”, dice finalmente. En su juventud estuvo casi tres años en la RDA como soldado y no hubiera podido imaginar que lo volverían a llamar a filas con cuarenta años. La cúpula del ejército soviético comenzó a enviar a jóvenes reclutas a Chernóbil inmediatamente después del desastre nuclear acaecido el 26 de abril de 1986. Debían empezar los trabajos de limpieza. Antónov sabe de primera mano cómo era aquello: los soldados tenían que subir al tejado del bloque del reactor que estaba intacto y era donde más carga radiactiva había. “Subíamos corriendo como posesos, cogíamos una pata de una silla con la pala, por ejemplo, la lanzábamos abajo y volvíamos corriendo nuevamente. Todo eso en apenas 40 segundos”.

Los soldados ya habían recibido una carga letal de radiactividad. “Cuando quedó claro que todos iban a morir, se decidió llamar a filas a los reservistas de 40 años”, cuenta Antónov. “El lema era: ellos ya han tenido hijos y ya no esperan nada más de la vida”.

El periodista era uno de ellos. Una tarde, en enero de 1987, se presentaron en su puerta dos enviados militares, comprobaron su pasaporte y le ordenaron presentarse a la mañana siguiente ante el comando de defensa. Antónov supo inmediatamente de qué se trataba. No había escapatoria.

Pocos días después viajaba en un coche militar a través del “bosque rojo”. El bosque cercano a la central nuclear había recibido una dosis tan alta de radiación que los árboles se teñían de rojo y morían. “Los pueblos por los que pasábamos estaban abandonados. Los nidos de los pájaros estaban vacíos”, relata Antónov.

Una casualidad le salvó la vida


Los alojaron en grandes tiendas de campaña militares dentro de la zona restringida de 30 kilómetros alrededor del reactor afectado. Antónov era conductor de camiones y tenía que llevar cada día a los soldados al lugar de la catástrofe. Entonces, se pusieron a buscar a alguien que supiera escribir a máquina para pasar informes. ”Probablemente eso me salvó la vida”, dice Antónov.

Estuvo allí 50 días y, en ese tiempo, fue tres veces al reactor. De camino había que pasar por la pila de enfriamiento, que estaba completamente congelada. “No podía creerme lo que estaba viendo: ¡había gente pescando en el hielo!”

Pero todavía había más cosas que asombrarían a Antónov: la mayoría de los soldados no llevaban puestas las preceptivas máscaras de protección, a pesar de que muchos de los objetos que había en el suelo a su alrededor estaban altamente contaminados con radiactividad. Como trabajaba con una máquina de escribir, Antónov estaba menos expuesto a la radiación que los otros. Sin embargo, todavía hoy le salen terribles manchas rojas en la piel en cuanto se pone al sol. Según dicen los médicos, son las consecuencias de sus tiempos de liquidador. Algo que le ha marcado especialmente fue la visita al Hospital de Kiev. Viajaba en el coche un joven soldado de Turkmenistán. “Tenía un aspecto espantoso: los ojos se le salían literalmente de la cara. El globo ocular sobresalía de la cuenca del ojo”. Al joven soldado, que era conductor de camión, se le había pinchado una rueda en medio del “bosque rojo”. “Nos habían explicado desde el principio que ‘pasara lo que pasara no parásemos bajo ningún concepto’”. El soldado de Turkmenistán se había bajado a cambiar la rueda. “Muchos murieron allí”, explica Antónov con tristeza. Entonces enciende otro cigarrillo.

Un mechero y un cesto con alimentos fue todo lo que recibieron del estado

Además, Antónov cuenta como el alcohol era un gran problema: “Cada vez que iba a Kiev traía dos mochilas llenas de vodka, igual que los demás. A pesar de que entonces estuviera vigente la ley antialcohol, que prohibía terminantemente beber. Era imposible aguantar un solo día en la zona restringida de Chernóbil sin esa especie de medicina.

“Incluso después de aquello resulta difícil continuar sin alcohol”, admite el liquidador, ya que a nadie le interesaba lo que había vivido en Chernóbil. Ni siquiera sus colegas periodistas le han preguntado una sola vez sobre el tema. Probablemente tenían miedo a la verdad, a pesar de que en aquel entonces Antónov trabajaba en la redacción del periódico Pravda, es decir, “Verdad”.

La recompensa que recibió por haber sido liquidador consistió en cinco sueldos, con lo que se compró un coche soviético. Tras la caída de la URSS no quiso conservarlo ya que era un recuerdo que prefería no tener. El día de la conmemoración de los 20 años de la catástrofe de Chernóbil, ya en la “nueva” Rusia, la Unión Soviética vino a buscarlo otra vez, tal y como él mismo dice. “El estado me regaló un pin de liquidador y una cesta con alimentos, galletas y algo de chocolate. Como en los buenos y viejos tiempos”.

Alexánder Antónov no quiere volver a pensar en Chernóbil pero el recuerdo de los árboles muertos en el “bosque rojo” y de las personas que recogían con las manos el material radiactivo y lo descontaminaban le persigue todavía 25 años después.